lunes, 3 de septiembre de 2012

¿Por qué nos vamos a la guerra? (I)

Investigación de los periodistas Yosvany Albelo y Raúl Garcés en torno a los móviles que desataron la guerra hispano cubano americana en 1898.

“La nación, movida por mala voluntad y resentimiento, a veces empuja al gobierno a la guerra, contrariando los mejores cálculos políticos. Otras veces éste, instigado por el orgullo, la ambición y otros móviles perninciosos y siniestros, saca partido para sus proyectos hostiles, de la animosidad de la nación”.
                                                                       George Washington, 1796

            A la vuelta de un siglo, la intervención norteamericana en Cuba ha sido estudiada sobradamente. Acerca del conflicto entre España y los Estados Unidos se ha conformado un crisol de hipótesis, afortunadas o no, sobre los motivos del gobierno de ese último país para lanzarse a lo que después se consideraría como la primera guerra imperialista de la historia.
            Sobresalen cuatro teorías en la explicación de sus causas. Están los que dicen que partió de razones marcadamente económicas. Otros alegan que fueron las presiones jingoístas de políticos expansionistas. Una tercera versión argumenta cuestiones de carácter humanitario. Y la cuarta, culpa a la prensa.
            SOBRE LOS HOMBROS DE WALL STREET
            Para quienes avalan la teoría de los hombres de negocios como locomotoras de la guerra, los Estados Unidos de fin del siglo XIX tenían una necesidad imperiosa de expansión en búsqueda de nuevos mercados. Por aquel entonces, el objetivo fundamental del comercio era China. Pero dominar esa vasta región requería de bases en el Pacífico, la apertura del canal en Centroamérica y posiciones estratégicas para defender esa vía. Cuba, entonces, era imprescindible.
            Un criterio generalizado insiste en que para 1898 los Estados Unidos eran económicamente dueños de la Isla. Si bien es cierto que el intercambio comercial entre ambos territorios era superior al que tenía con el resto de América Latina –mayormente en minería y azúcar-, no se puede afirmar tan rotundamente que el dominio americano fuese absoluto. Por demás, entre 1893 y 1898 las relaciones comerciales se redujeron en más de dos tercios a causa de la guerra de independencia cubana.
                        Importaciones desde Cuba  Exportaciones a Cuba
1893                78 millones de dólares  24 millones
1896                40 millones                              7 millones
1898                15 millones                              9 millones
            La contienda iniciada en 1895 produjo pérdidas considerables para los intereses norteamericanos en la ínsula. Así lo manifestaban importantes empresarios de Nueva York al Presidente William McKinley, quienes se quejaban de las “fuertes  sumas irrecuperablemente perdidas por la destrucción de propiedades sostenidas por sí mismas con capital americano en la Isla”.
            Ciertamente, poderosos representantes del Big Business hicieron todo lo posible porque la Casa Blanca se decidiese por una postura bélica. Principalmente hombres del Sur y del Oeste, magnates del azúcar de caña, entre otros. Pero también entre los grupos financieros hubo resistencias. La prensa que representaba los intereses económicos estaba temerosa por el estallido de otra crisis.  En muchos círculos de poder se pensaba que las hostilidades provocarían una caída en las Bolsas, y en Wall Street no se confiaba en la solución violenta del problema cubano.
            Así y todo, la mayoría de los historiadores reconocen que hacia marzo de 1898, la mayoría de la comunidad financiera optaba por tomar las armas ante tanta incertidumbre.
            AMERICA PARA LOS AMERICANOS
            La doctrina Monroe es la más famosa de las teorías expansionistas, la cual unida a la política de la fruta madura y el Destino Manifiesto, ha hecho pensar a muchos especialistas en que la guerra hispano-cubano-americana, no fue más que el resultado final de un plan maquiavélico, trazado desde mucho antes. Pero para analizar seriamente el asunto, es necesario despojarse del estereotipo trillado de la maldad de los americanos, y enfocarlo desde distintos puntos de vista.
            Los intentos anteriores de adquirir a la Mayor de las Antillas habían fracasado por uno u otro motivo. Pero ya a fines de lis 90 la situación había cambiado. Los Estados Unidos se habían fortalecido navalmente y poseían una Marina de Guerra moderna, aunque todavía inferior a la de otras potencias. Los efectos de la guerra de Secesión habían quedado atrás. Y lo principal, se había diseminado entre sus habitantes un sentimiento de superioridad, generado por el vertiginoso desarrollo de la nación en pocos años. Teorías evangélicas, científicas, políticas y económicas contribuyeron entonces a sustentar este parecer.
            En medio de dicho contexto, la llegada de Theodore Roosevelt a la Secretaría de Marina, provocó que sus influencias a favor de la guerra tuvieran aceptación en un número considerable de políticos. Junto a éste, vale destacar al congresista Henry Cabot Lodge, como dos de los grandes jingoístas del momento.
            Algunos académicos consideran que el Presidente McKinley se dejó arrastrar por estos hombres y sus seguidores, debido a un carácter supuestamente débil del mandatario. No obstante, en otras fuentes, puede apreciarse que el jefe de estado era más bien taimado y calculaba lo que más convenía hacer en cada ocasión.
            Por otra parte, muchos opinan que la guerra venía preparándose desde mucho tiempo antes, lo que no es cierto. Solo la Marina había dado pasos para un eventual conflicto, mientras el Ejército contaba apenas con 26 mil hombres, no todos armados. Cuando la opción bélica era palpable, McKinley hizo gala de sus habilidades diplomáticas, al tiempo que destinaba 50 millones de dólares al fortalecimiento de la defensa militar. Lujo que España no podía ni pensar. Además, al estallar las hostilidades, las incontables dificultades para operar en terreno cubano, la escasa puntería de la artillería y la tela invernal de los uniformes, decían muy a las claras el nivel de improvisación de las tropas yanquis en la campaña.
            No está de más agregar que tampoco entre los políticos era unánime el deseo de intervenir en Cuba. Aún quedaban los que se oponían resueltamente a lanzarse a una aventura bélica, al decir de Lenin, “últimos mohicanos de la democracia burguesa.”
            LA CAUSA DE LA HUMANIDAD
            Así se encierra el principal motivo esgrimido en la Resolución Conjunta, para enfrentar a España. ¿Por qué habrían de hablar de humanismo quienes invadirían sin permiso otro país? Entonces, como hoy, y quizás más, la Casa Blanca requería de razones más que sólidas para convencer a la opinión pública de la necesidad de una guerra. Sobre todo, porque contradecía la voluntad de no pocos grupos sociales y más aún, el espíritu civilista de los Padres de la Nación. Los votos aquí también significaban algo.
            Creídas ciegamente por algunos, cuestionadas desde el primer momento por otros, lo cierto es que las razones humanitarias se convirtieron en una de las justificaciones más recurridas en el camino a la guerra. Aunque también es justo consignar que amplios sectores de la opinión pública mostraban sincero respeto hacia la causa cubana y verdadera indignación por las atrocidades que cometían en la Isla los españoles.
            La Reconcentración de Valeriano Weyler constituyó el principal estímulo para el desarrollo de esta solidaridad. Reportes de prensa –algunos escandalosos y otros no muy lejanos de la realidad- daban cuenta de lo que sucedía en Cuba: “…estas pobres mujeres, niños y viejos eran empujados a punta de bayoneta por los soldados españoles a lo largo de los peores caminos que hubieran transitado jamás. Los que trataban de llevar ropas, comida o muebles a través de un fango que les llegaba a las rodillas, caían exhaustos al borde del camino para morir allí. Las madres llevaban a sus niños de brazos hasta que morían o los soltaban extenuadas en un último esfuerzo por seguir caminando bajo las bayonetas”.
            El Herald de Nueva York en marzo del 98 describió así la situación imperante: “…que hay una gran cantidad de sangre caliente en los Estados Unidos palpitando a favor de la Administración, en caso de que el desarrollo de los acontecimientos le lleve a romper hostilidades contra España, se evidencia en los cientos de cartas recibidas desde el desastre del Maine, en la Casa Blanca y en los Departamentos de Marina y de Guerra, ofreciendo servicios y sugerencias. Esas cartas vienen de hombres de todo tipo y condición, de mujeres y niños de todas partes del país.”
CONTINUARÁ

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